sábado, 20 de abril de 2013

BIBLIOGRAFÍA EN FOTOCOPIADORA

Está disponible el material trabajado durante el 2012 en ambas fotocopiadoras.

Si algo falta, por favor, nos avisan.


viernes, 12 de abril de 2013

Y más bibliografía


John e. Jackson
La poesía y su otro. Ensayo sobre la modernidad.
Capítulo 2: Metamorfosis del verbo[1].
Pocas épocas han visto a la conciencia de sí de la poesía cobrar tanta importancia como el siglo XIX francés. Desde Lamartine a Verlaine, pasando por Vigny y Gautierr, de Hugo a Leconte de Lisle[2],  no existe, por así decir, poeta que no haya reflexionado, en el interior mismo de uno de sus poemas, sobre el acto de la poesía. Esta reflexión, sin embargo, toma en los más grandes poetas la forma si no de un diálogo explícito, al menos de un juego de respuestas que vale la pena destacar: desde “Versos dorados” de Gerard de Nerval a las “Correspondencias” de Baudelaire, de estos versos a “Vocales” de Rimbaud, luego a “Sus uñas puras que dedican muy alto su ónix” de Mallarmé, la conciencia de sí de la poesía se modula según diferencias que comprometen nada menos que los destinos específicos de estas obras mayores. Que se trate (en estos cuatro poemas) de un soneto no debe ser entendido como casualidad: la elección de esta forma atestigua simultáneamente el estatus privilegiado y emblemático que se vuelve suyo a través, precisamente, de estos cuatro poetas, así como la conciencia que tienen de responder a quienes los han precedido. Inversamente, la permanencia de la forma permite medir de una manera tanto más llamativa las metamorfosis a las que estas respuestas se ven sometidas por una reflexión común.
Un enlace metafísico.
 Versos Dorados
¡Eh, qué, todo es sensible!
Pitágoras
¡Hombre, libre pensador! ¿Te crees el único pensante
En este mundo donde la vida estalla en cada cosa?
De las fuerzas que  tienes tu libertad dispone,
Pero de todos tus consejos el universo está ausente.

Respeta en la bestia un espíritu que se agita
Cada flor es un alma de la naturaleza abierta;
Un misterio de amor en el metal reposa
“¡Todo es sensible!” y todo en tu ser es poderoso.

Teme, en el muro ciego, una mirada que te espía
A la materia misma un verbo está unido…
No la hagas servir a cualquier uso impío.

Muchas  veces, en el ser oscuro habita un Dios escondido;
Y como un ojo naciente cubierto por sus párpados,
Un espíritu puro crece bajo la superficie de las piedras[3].

Para la perspectiva que nos requiere aquí, el verso central de este soneto es el segundo del primer terceto. La solidaridad que allí se afirma entre la “materia” del  mundo y el “verbo” que está unido a ella, parece atestiguar una asociación metafísica que reiterará a su manera el primer verso del segundo terceto. Esta asociación, que los dos cuartetos ilustran, postula a la vez, la unidad del universo creado- cuya naturaleza ha sido develada por el epígrafe: “Todo es sensible[4]- y  el cimiento ontológico de un lenguaje cuyo enraizamiento en la materia traduce la necesidad: entre las cosas y las palabras, la continuidad parece darse a imagen de la continuidad entre la esfera sensible (el “metal”) y la esfera espiritual (el “misterio del amor”) enunciado precedentemente. Sin embargo, y desde el primer verso, la inserción ontológica del hombre y del lenguaje en el universo creado, que parece actualizar a su manera la “gran cadena del ser”[5],  es representada como una omnipotencia invertida: si “todo es sensible”, “todo en tu ser es” también “poderoso”. La relación de poder entre el “libre pensador”  y su universo es una relación de sujeción o al menos de subordinación temerosa. La solidaridad de esencia que une el hombre a la Naturaleza por la universalidad del “pensamiento” se invierte en una proximidad amenazadora donde el hombre es “espiado” por las mismas fuerzas sobre las que él podía pretender prevalecer. La afirmación de la libertad humana (v.3) se invierte en una advertencia que toma la isotopía de la mirada para significar su amenaza: aunque instalada en el muro “ciego”, la “mirada” “te espía”, mientras que el “espíritu puro” que “crece bajo la superficie de las piedras” aumenta “como un ojo naciente cubierto por sus párpados”. La inversión de la flecha de la mirada traduce la inquietud casi persecutoria de un sujeto cuya autoridad está no solo limitada sino además vigilada por una realidad mucho más fuerte puesto que lo rodea por todas partes, – lo que expresa por lo demás el anonimato de la voz que se dirige al “Hombre”, en la segunda persona del singular[6]. Sobre el plano de la reflexión poética, tal inversión se traduce por la conminación  de preservar el verbo de todo “uso impío”. La afirmación del fundamento divino de la palabra está modalizada desde un principio según una dirección que deja entrever un peligro potencial: la impiedad que el hombre-poeta es susceptible de cometer al usar el “verbo” corresponde al sacudimiento que ha debido sufrir la evidencia de lo sagrado[7]. Lo que Nerval quiere significar a través de esta advertencia  es que el vínculo de rectitud ontológico, cuyo reflejo pudiera ser una sociedad reglada en su piedad como en su equilibrio, está, si no perdido, al menos cuestionado. La prescripción amonestadora encuentra su sentido de tomar lugar al interior de una época que ha visto las certezas del marco metafísico heredado de la antigüedad  ceder a la duda. Como preguntaba el tercer soneto del “Cristo en el Jardín de los Olivos” que ahonda en la visión apocalíptica del “Sueño” de Jean Paul[8]:

¿Sabes lo que haces, potencia original,
De tus soles apagados, que se rozan uno a otro…?
¿Estás seguro de transmitir un aliento inmortal,
Entre un mundo que muere y otro renaciente?...

En “Versos dorados” la pregunta hecha implícitamente sobre la condición de lo divino es menos directa. No por ello la divinidad sufre una suerte de desacoplamiento ya que se confunde con “un Dios escondido” que habita en el “ser oscuro”. Con más razón, el “espíritu puro”, del último verso, al que la posición sintáctica vuelve de alguna manera el homólogo de ese Dios escondido, está representado en un proceso de acrecentamiento cuyo dinamismo firma dialécticamente la historicidad: una historia de la que toda la obra poética de Nerval confirma la dificultad de ser descifrada. El “Dichterberuf” se refleja entonces como una función metafísica, por no decir religiosa, cuya “piedad” necesaria concierne tanto al lenguaje, al “verbo”, como a su aplicación, aplicación que las incertidumbres de la historia han vuelto problemática.


EL MUNDO COMO JEROGLÍFICO

Esta dimensión religiosa no está ausente del soneto “Correspondencias” donde la Naturaleza es calificada de “templo”. La inflexión general del poema de Baudelaire es sin embargo un poco diferente.

 CORRESPONDENCIAS

La Naturaleza es un templo donde vivientes pilares
Dejan a veces salir confusas palabras
El hombre pasa allí a través de los bosques de símbolos
Que lo observan con miradas familiares.

Como largos ecos que de lejos se confunden
En una tenebrosa y profunda unidad
Vasta como la noche y como la claridad,
Los perfumes, los colores y los sonidos se responden.

Existen perfumes frescos como carnes de niños,
Dulces como los oboes, verdes como las praderas
-y otros, corrompidos, ricos y triunfantes,

Que tienen la expansión de las cosas infinitas
Como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso
Que cantan los arrebatos del espíritu y de los sentidos.

Que este soneto contiene un arte poética, la crítica lo ha señalado desde siempre.[9] Que esta arte poética corresponde al arte efectivamente hecha obra en Las flores del mal , las que por lo tanto  completan el programa “simbolizante” que aquella contiene, por no decir simbolista, es una hipótesis mucho más cuestionable. Como Walter Benjamin lo hizo ver[10], la práctica del símbolo presupone una confianza ontológica en la relación entre el signo y lo que designa, a la que se opondrá en Baudelaire el escepticismo metafísico del modo de designación alegórica. De cierta manera, la poética del símbolo debería buscarse sobre todo por el lado de la proposición principal de “Versos Dorados”: es necesario que la materia esté efectivamente unida al verbo para que el libre juego de éste pueda desplegar las facetas que se corresponden simbólicamente. Del mismo modo, “Correspondencias” articula un sistema poético sobre cuya importancia han meditado todos los poetas contemporáneos o posteriores a Baudelaire y que requiere ser comprendido como tal. Este sistema se puede resumir así:

A) Las cosas se corresponden entre ellas de dos maneras

a) Se corresponden horizontalmente, según el orden propio de su reino. Si la frescura de un perfume puede evocar la carne de un niño, eso significa que la realidad está articulada como una red, ella misma definida por la solidaridad de las esencias.  Distintas las unas de las otras, las realidades tienen también una cara vuelta hacia sus semejantes. Siendo a la vez identidades autónomas y signos, se invocan para designarse recíprocamente en un parentesco que garantiza la continuidad de los elementos de la tierra. Estos signos, estas llamadas, están unidos a las cualidades sensoriales de los elementos naturales  y no a su significado.
b) Se corresponden verticalmente. Acá, la analogía va desde la cara visible de la cosa a su cara espiritual. En el ensayo consagrado a Victor Hugo, Baudelaire escribirá que  “Swedenborg (…) ya nos había enseñado que el cielo es un hombre muy grande; que todo, forma, movimiento, cantidad, color, perfume, en lo espiritual como en lo natural, es significativo, recíproco, converso, correspondiente”.[11]

B) Esta doble forma de correspondencia compone una escritura de naturaleza jeroglífica

Jeroglífica porque, como un jeroglífico, la realidad acá es a la vez una realidad sensible, una representación concreta, un contorno, un dibujo, y un significado. La red de las analogías se organiza, entonces, en una red de inscripciones que revelan, a través del juego de parecidos sensibles, equivalencias de significado. Una escritura así necesita sin embargo, ser descifrada.  Ahora bien, este desciframiento es el deber y el dominio del arte, de la poesía. Desciframiento que toma el aspecto de una traducción: “¿Qué es un poeta, continúa Baudelaire, sino  un traductor, un descifrador?“[12]. Esta facultad, este don de la traducción, el poeta los debe a su imaginación. Acá, conviene citar la carta a Toussenel del 21 de enero de 1856: “Hace tiempo que digo que el poeta es soberanamente  inteligente, que es la inteligencia por excelencia, y que la imaginación es la más científica de las facultades, porque solo ella comprende la analogía universal o aquello que una religión mística llama la correspondencia[13]. Como lo precisan las “Nuevas Notas sobre Edgar Poe”, “la imaginación no es la fantasía[14]; no es tampoco la sensibilidad, aunque sea difícil concebir un hombre imaginativo que no sea sensible. La imaginación es una facultad casi divina que percibe ante todo, al margen de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías.”[15]

La imaginación es primordial porque sabe pues recuperar la escritura y el sistema de analogías, porque, en su libertad, no se detiene en las relaciones evidentes, pero sabe transportarse de un punto a otro de la red o, como se podría decir, del texto natural -el soneto habla de las “confusas palabras” que surgen a veces del templo de la Naturaleza- para acercar las figuras y liberar el significado. Y por otra parte porque a través de estas aproximaciones, postula y torna manifiesta, bajo la égida de la Belleza, la unidad última de la creación. Para ser menos “animista”, el soneto de Baudelaire coincide aquí con el de Nerval. La imaginación es la única fuerza capaz de revelar y aclarar la “tenebrosa y profunda unidad”  de la Naturaleza[16].

C) Esta escritura, natural y jeroglífica, es el fundamento y lo análogo de la escritura humana.

Y esto por un doble vínculo. Por una parte, parece existir para Baudelaire una relación de alguna manera natural  entre el jeroglífico sensible y el signo de la lengua. El lenguaje, en esta perspectiva[17], deviene el depositario íntegro, transparente, de una verdad ontológica.  De donde se derivará, por otra parte, una doble exigencia dirigida al escritor: la de ser de una corrección perfecta, primero que nada, bajo el riesgo, si no, de violar el orden natral y el justo significado de ese lenguaje transparente[18]; luego, la de saber expresarlo todo: “Todo hombre que no toma en cuenta una idea, por más sutil e imprevista que se la suponga, no es un escritor. Lo inexpresable no existe”, dirá el ensayo consagrado a Téophile Gautier.[19]

Por otra parte, este lenguaje, marcado por su rectitud, no es suficiente puesto que el lenguaje natural es jeroglífico, es decir figurado. Para traducirlo, habrá que transponerlo en una figuración equivalente, con ayuda de símbolos. Ahora bien, el símbolo, en materia  de lenguaje, es el lugar de la metáfora[20]: “En los poetas excelentes, no hay metáforas, no hay comparación o epíteto que no tenga una adaptación matemáticamente exacta a la circunstancia actual, porque estas comparaciones, estas metáforas y estos epítetos son tomados del inagotable fondo de la universal analogía y no pueden ser tomados de otra parte”[21]. De esto se desprende que para Baudelaire el lenguaje metafórico es, por su propia naturaleza, el lenguaje de la verdad de lo real.

La pregunta que inspira este sistema, del cual el soneto constituye una ilustración que tiene por virtud sustraerse, por su dinamismo imaginativo, al criterio de verificación, no atañe tanto a la pertinencia de esta noción de “analogía universal”, sin la cual es difícil imaginar una práctica poética, sino a aquella de su fundamento. Dicho de otra manera, ¿qué se hace, cuando se afirma, como es el caso en el soneto, que “existen perfumes frescos como carnes de niños” y “dulces como los oboes”? ¿Se revela una analogía que estaría fundada en las cosas, en el sentido de que la carne del niño despide una frescura que haría pensar por sí misma en un perfume, analogía en la que el sonido del oboe tendría una dulzura que por sí misma evoca ciertos perfumes? O bien, diciendo esto, no se hace más que actualizar el poder comparativo del espíritu que, independientemente tanto del perfume, de la carne como del oboe, decreta la relación entre ellos gracias a los medios de percepción y de imaginación que lo caracterizan? ¿La analogía está fundada en la cosa o en el espíritu?


LA ALQUIMIA DEL VERBO

Nerval, lo hemos visto, postulaba una unidad ontológica cuya naturaleza era literal, no metafórica. Baudelaire, relacionando el pensamiento poético con el espacio de la metáfora, debilita esta unidad que, cuando se vuelva alegórica, como en los grandes poemas de Cuadros parisinos sobre todo, se deshará en pro de un entendimiento mucho más fragmentario de la realidad.  Rimbaud, cuando vuelva sobre el asunto, en un gesto que hay que entender sin duda como una respuesta directa al soneto “Correspondencias”[22], reafirmará esta unidad, pero en otro orden de realidad muy distinto:

Vocales

A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul: vocales,
Yo diré algún día vuestros nacimientos latentes:
 A, negro corset peludo de moscas relucientes
Que se agitan en torno a hedores crueles,

Golfos de sombra, E, candor de los vapores y de las tiendas,
Lanzas de glaciares orgullosos, reyes blancos, escalofríos  de umbelas;
I, púrpuras, sangre escupida, risa de labios bellos
En la cólera o en las embriagueces penitentes;

U, ciclos, vibraciones divinas de las mares verdosas,
Paz de los pastizales sembrados de animales, paz de las arrugas
Que la alquimia imprime a las grandes frentes estudiosas;

O, supremo Clarín pleno de estridencias extrañas,
Silencios atravesados de los Mundos y de los Ángeles:
¡-O la Omega, rayo violeta de Sus Ojos!

Inmediatamente la diferencia se impone: el punto de partida de Rimbaud, no es más el “mundo” (Nerval), ni la “Naturaleza” (Baudelaire), sino el lenguaje,  comprendido en esta dimensión a la vez estructurante y propicia para la imaginación que es la dimensión vocálica. Tiene lugar una inversión que supone, si no una tabla rasa al menos un recomienzo radical. La poesía ya no acompañará rítmicamente a la descripción, podría decirse, variando la fórmula de la carta a Demeny, estará un paso adelante. Tanto más cuanto que su orden propio se afirma de entrada en una autonomía deseosa de sustraerse de toda convención: el orden de la enumeración de las vocales, como se ha notado, es el orden griego, no el orden francés. El soneto pasa de una A inicial a una O/ Omega final, dibujando así una curva que se comprende como la medida de un proyecto totalizador.[23] Simultáneamente, el recompuesto orden de las letras, lejos de limitarse a un fenómeno de sentido, se duplica en una escansión cromática que aumenta el aspecto de una suerte de alfabeto fundamental de la Creación. Ahí donde Baudelaire se había limitado a evocar las “correspondencias” entre los colores y los sonidos, Rimbaud parece afirmar entre ellos una identidad esencial. La paleta sonora se traduce en paleta cromática, en un orden de aparente evidencia que no sufre relativizaciones. Aún más, apenas  impuesto este orden, Rimbaud le confiere, por vía de la interpelación, una condición de futuro: “Diré algún día vuestros nacimientos latentes”. Las vocales son, por lo tanto, a la vez presentes, existentes y futuras. Su nacimiento latente informa sobre su condición de potencialidad. Bajo este título, se vuelven emblemas de la creación rimbaldiana. Comprendamos que, así como los versos 3-14 del soneto van a ejemplificar esta potencialidad, del mismo modo la secuencia de vocales está pensada a la vez como un orden ya dado y como orden propiciatorio de nueva creación. Rimbaud mismo confirmará esta poética cuando más tarde afirme, en Una temporada en el infierno:

¡Yo inventé el color de las vocales! – A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde- Reglé la forma y el movimiento de cada consonante, y con ritmos instintivos, me vanaglorié de inventar un verbo  poético accesible, un día u otro, a todos los sentidos.[24]

La expresión merece ser comentada: un “verbo poético accesible  a todos los sentidos”, es un verbo que se ha sobrepuesto, en suma, a la división del ser y del sentido, que ha, en otros términos, restablecido la continuidad entre el orden de los elementos-  ya sean los elementos de la naturaleza o aquellos de la persona humana- y el orden de los significados que conlleva el lenguaje. Una “alquimia” pues, para retomar el término a la vez del soneto y del pasaje de Una temporada en el infierno, que asegura la doble transmutación de lo real en verbo y del verbo en realidad, según el poliperspectivismo de los diferentes modos de la sensorialidad cuyo “desarreglo sistemático” proponía la carta del Vidente. Y de hecho, por más manifiesto que pueda ser el enigma de las asociaciones que el soneto opera entre cada una de las vocales y las imágenes que hace surgir en relación con ellas, estas imágenes no atestiguan menos la continuidad, por no decir la unidad, de los diferentes órdenes así convocados. La “alquimia del verbo” tiene pues por finalidad reafirmar la unidad del mundo, pero al precio de un doble cambio. Por una parte, esta unidad surge del verbo, es decir, del lenguaje. Lenguaje que se comprende como la reserva de los “nacimientos latentes”, es decir de lo posible. El lenguaje es primero acá, en el sentido en que su función es la de engendrar un universo de representación donde triunfaría el desarrollo de un imaginario cuya “inocencia”, es decir, la no contaminación por las representaciones tradicionales o convenidas, significaría la necesaria novedad. Por otra parte, esta “inocencia” se sostendría  sobre una práctica expuesta en la “Alquimia del verbo”, según la cual la identidad de los elementos de lo real no encontraría su “lugar” verdadero más que en el movimiento que las lleve hacia sus posibles todavía irrealizados. La alucinación a la que Rimbaud dice haberse habituado no es otra cosa en efecto que la sustitución de la identidad simple por una identidad distinta que la primera contiene como su reserva todavía por venir. Así, ver “muy francamente una mezquita en lugar de una fábrica”, un “ángel” en el de un “señor”, ver un “nicho de perros”, en el lugar de una “familia”, es, cada vez, actualizar una de esas “otras vidas” que el sujeto poético presiente en cada elemento de lo real  y cuyo advenimiento es precisamente el deber de la poesía.


LA HABITACIÓN, VACÍA DE PALABRAS

Si escribir es “atribuirse (…) cierto deber de recrearlo todo con reminiscencias”[25], tal como Mallarmé escribirá a propósito de Villiers, si por lo tanto la poesía tiene por  finalidad una totalización demiúrgica, se descubre de la ambición del proyecto mallarmeano que no cede en nada a la de Rimbaud[26]. Pero bajo auspicios inversos.

Sus puras uñas que dedican muy alto su onyx
La Angustia esta medianoche sostiene, lampadófora
Muchos sueños vespertinos quemados por el Fénix
Que no recoge la cineraria ánfora

Sobre los aparadores, en el salón vació, ningún ptyx
Abolido bibelot de inanidad sonora
(Pues el Maestro ha ido a extraer llantos a la Estigia
Con el único objeto con que la Nada se honra.)

Mas cercano el crucero al norte vacante, un oro
Agoniza según quizá el decorado
De los unicornios que cocean fuego contra una nixe

Ella, difunta desnuda en el espejo,
Aunque, sin el olvido cerrado por el marco, se fija
Centelleos de inmediato el septuor.[27]

La mayor diferencia de la poética implícita de este soneto con la del soneto precedente, es que aquí se ha producido una abolición. El “recrearlo todo con reminiscencias” presupone en efecto que una creación previa haya sido destruida, lo que ha vuelto necesario tanto la imperfección de una “materia” marcada por el “azar” como la imperfección del “defecto de las lenguas” que se trata de “recompensar”. El antiguo fundamento ontológico cuya dudosa integridad interrogaban los “Versos Dorados”, cuya naturaleza simbólica articulaba “Correspondencias”, y cuyo descubrimiento en los virtuosismos del verbo proponía “Vocales”,  desaparece acá en beneficio de una Nulidad que se honra de la venida de un “ptyx” que constituye, si se puede decir, su equivalente verbal. Mallarmé, se sabe por su carta a Eugène Lefébure del 3 de mayo de 1868[28], deseaba que esa palabra no existiera todavía a fin de “darse el encanto de crearla por la magia de la rima”. “Ptyx” simboliza, dicho de otra manera, la nueva realidad, o más bien la realidad recreada de la que el poema se hace teatro. Este “abolido bibelot de inanidad sonora” concentraría en el misterio de sus letras la realidad a la vez negativa y casi absoluta que Mallarmé concedería a la creación poética[29] por oposición a la realidad “abolida” que remplaza. Por lo mismo, la antigua correspondencia del verbo y del universo no está enteramente perdida de vista. Negada, no se encuentra menos presente, por y en su negación misma. Si es verdad que este soneto “alegórico de sí mismo” y “nulo y que se refleja de todas las maneras”[30] pone en escena antes que nada su propio advenimiento colocando este advenimiento bajo los auspicios de la yx (de la X) de una realidad cuyo fundamento es exclusivamente verbal, si es verdad que su reflexividad se traduce a la vez en el plano del sentido y en el muy particular sistema de las rimas – sólo dos rimas (alternativamente masculinas y femeninas) para los catorce versos, articuladas de manera simétricamente inversa de una parte y de otra del pliegue (¡griego ptxy!) que separa los cuartetos de los tercetos-, igualmente conviene notar que eso que se “fija” en “el olvido” cerrado por el marco del espejo, es un “septuor” de centelleos. Ahora bien, ese septuor- si hace señas él también en dirección al poema, en la medida que el número siete reduplicado por el reflejo en el espejo corresponde al número de versos del soneto[31]- Mallarmé mismo lo ha relacionado con la Gran Osa, en la carta a Cazalis. Aún si el septuor no es la Gran Osa, incluso si no es, como lo dice Bertrand Marchal, sino su simulacro, la referencia cósmica permanece presente. Que permanezca presente por la vía de su negación sitúa la subversión que Mallarmé  hace sufrir a la tradición que el retoma. Que a la inversa, esta subversión experimente la necesidad de representar aquello que subvierte, sitúa, a nuestro juicio, el límite de la “modernidad” de la empresa de Mallarmé. Pensando en “Un golpe de dados no abolirá jamás el azar”, Paul Valéry resumirá el proyecto de Mallarmé diciendo que había intentado “¡elevar por fin una página al poder del cielo estrellado!”[32]; pero, no sería, sin duda, inapropiado pensar que el esfuerzo valía ya para el soneto en YX.

Como se ve,  la segunda mitad del siglo XIX ha sido el lugar de una reflexión a la vez muy profunda y cambiante en cuanto al estatus, y en cuanto a los poderes del verbo poético. Esta variabilidad atestigua al mismo tiempo toda la riqueza de las posiciones que se confrontan[33] y la situación crítica a la que el lenguaje de la poesía debió hacer frente luego de la destitución[34] que la época haría sufrir a lo que Paul Bénichou había llamado “lo sagrado del escritor.”
































[1] Artículo traducido por Prof. María Victoria Urquiza para los estudiantes de la cátedra de Literatura Francesa de la carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la U.N.Cuyo, y revisado por Prof. Lía Mallol de Albarracín. Aún la traducción de los poemas presentes en el texto pertenece a las docentes y responde al criterio de literalidad. La Bibliografía ha sido citada en su idioma original, habiéndose colocado entre paréntesis la traducción del título para permitir su cabal comprensión. Mendoza, diciembre de 2012.
[2] Por no hablar de la Philosophy of Composition de Edgard Poe que Baudelaire tradujo como La Genèse d’un poème (La génesis de un poema) tan exitosamente como ya se sabe.
[3] Texto citado según la edición de las Oeuvres complètes (Obras completas) publicada bajo la dirección de Jean Guillaume y de Claude Pichois, Paris, Bibliothèque de la Pléiade, tomo III, 1993, p.651.
[4] La noción de sensibilidad  requiere aquí ser comprendida no solamente en un sentido pitagórico, como lo sugiere el epígrafe, sino además como lo hace el materialismo diderotiano, tal cual se expresa, por ejemplo, en Le Rêve de d’Alambert (El sueño de d’Alambert).
[5] La noción es retomada por supuesto en el libro de A.O Lovejoy, The great chaine of being, Londres, Harvard University Press, 1960
[6] Se puede elaborar la hipótesis de que esta voz anónima es la de Pitágoras cuyo aforismo del epígrafe es retomado en el verso 8.  Pero entonces sería simplemente la figura de Pitágoras la que se vería investida de una autoridad espiritual cuya tonalidad debe  mucho a aquella de los predicadores cristianos.
[7] Nerval encuentra aquí por su propio camino la intuición angustiada que conducía a Hölderling , en “Wie wenn am Feiertage…”, a denunciar el peligro de impiedad consecuencia de la autoproclamación del “Dichterberuf”, de la profesión del poeta.
[8]  Cuento alegórico-fantástico del alemán Jean-Paul Richter, admirado por Nerval. (N. de la T.)
[9] Claude Pichois resume las conclusiones con su acostumbrada exactitud en las notas de su edición. Baudelaire, Oeuvres complètes (Obras completas), París, Bibliothèque de la Pléiade, 1975, tomo I, pp. 839-845.
[10] Walter Benjamin, Ursprung des deutschen Trauerspiels, Francfort, Suhrkamp, 1972, p.174 y sgtes.
[11] Baudelaire, Oeuvres complètes (Obras Completas), ed. cit, tomo II, pág.133
[12] Ibid.
[13] Baudelaire, Correspondance (Correspondencia), editada por Claude Pichois, Paris, Bibliothèque de la Pléiade, 1973, tomo I, p.336.
[14] Baudelaire, sobre este punto, retoma exactamente la distinción empleada por Coleridge entre “fancy” e “imagincación” en el capítulo XIII de su Biographia Literaria (1817).
[15] Baudelaire, Oeuvres complètes (Obras completas), tomo II, p.329.
[16] Coleridge había dicho, en una fórmula que resulta la síntesis del pensamiento de las correspondencias que “the Beautiful is that in wich the Many still seen as Many becomes One”
[17]  Que es aquella del Baudelaire pensador y no aquella del Baudelaire poeta.
[18] Lo arbitrario del signo, que atormentará tanto a Mallarmé más tarde, así como el orden sintáctico, no parecen constituir un problema para Baudelaire.
[19] Baudelaire, Oeuvres complètes (Obras completas), tomo II, p. 118.
[20] Figura que Baudelaire, como se ve tanto en el soneto cuanto en la cita que sigue, no distingue de la comparación.
[21] Baudelaire, Oeuvres complètes (Obras completas), tomo II, p. 133
[22] A la manera en que “El barco ebrio” pide ser comprendido como respuesta al “Viaje”. Baudelaire después de todo es, según los términos de la carta del 15 de mayo a Paul Demeny, "el rey de los poetas, un verdadero Dios”.
[23] La secuencia normal que termina en “u” limitaría la enumeración solo al nivel de lo arbitrario lingüístico propio de la lengua, mientras que el proyecto de Rimbaud es más bien metafísico.
[24] Arthur Rimbaud, Oeuvres complètes (Obras completas), texto establecido por Rolland de Renéville y Jules Mouquet, Paris, Bibliothèque de la Pléiade, 1967, p.233.
[25] Mallarmé, “Villiers de L’Isle-Adam” in Oeuvres complètes (Obras completas), texto establecido por Henri Mondor y G. Jean-Aubry, Paris, Bibliothèque de la Pléiade, 1945, p.481.
[26] Quien reconocía, al final de Una temporada en el infierno, haber “creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas” y haber tratado de inventar “nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas”. Ed.cit., p.243.
[27] Texto según la edición de Poésies (Poesías) establecido por Bertrand Marchal en la colección Poésie/Gallimard, 1992, p.59.
[28] Mallarmé, Correspondance complète (Correspondencia completa) 1862-1871, edición establecida y anotada por Bertrand Marchal, Paris, Gallimard, 1995, p.386.
[29] Sobre este tema, cf. Roger Dragonetti, “La littérature et la lettre” (La Literatura y la letra), Lingua e Stile, Boloña, 1969. IV,2, pp 205-22.
[30] Expresión del mismo Mallarmé en la carta a Cazalis del 18 de julio de 1868 que acompaña una primera versión del soneto.
[31] Así también como al número de rimas del poema, como lo hace observar Bertrand Marchal. Mallarmé. Cf. Poésies (Poesías), ed.cit, p.241.
[32] Paul Valéry, “Le coup de dés” (El golpe de dados), Oeuvres (Obras), edición establecida y anotada por Jean Hytier, París, Bibliothèque de la Pléiade, 1957, tomo I, p.626.
[33] En “L’Acte el le lieu de la poésie” (El acto y el lugar de la poesía), Yves Bonnefoy hablaba con justa razón a propósito de nuestro autores de “esta suerte de cuadrilátero donde todo pensamiento se pierde, y también se vuelve a encontrar, en refracciones infinitas”. L’Improbable (Lo improbable), Paris, Mercure de France, 1959, p.184-185.
[34] Nerval habla de “desdichado”, Baudelaire de “histrión de vacaciones”, Rimbaud de “paisano”, Mallarmé de “mendigo” para calificar al poeta.

BIBLIOGRAFÍA


EL PAROXISMO DEL “YO-NADA”:
LA CELOSÍA (1957)[1]

“La conciencia […] no puede más que desposar
la forma de la cavidad que ella llena.”
R.-M. Albérès,
Retrato de nuestro héroe.

Leer bien una obra literaria jamás es cosa fácil, con más razón cuando se trata de despejar los aspectos fundamentales de una obra extraordinariamente compleja: sin embargo, cuando se resiste al análisis o su estructura parece más desconcertante, el trabajo del crítico se revela de mayor provecho. Es lo que ocurre con La celosía de Alain Robbe-Grillet. Este relato fuerte y denso, que marcará probablemente una etapa decisiva en la “nueva novela” si no en la historia de las formas novelescas de nuestro siglo, merece un estudio minucioso. ¿Qué nos ofrece?
El propio autor nos describe en la cuarta página de la cubierta –en la primera edición del libro al menos- la forma general que toma el relato de La celosía. Esta historia de tres personajes, el marido, la mujer y el presunto amante, nos es narrada por un agricultor que, pasando de un ambiente a otro de su casa situada frente a un bananal tropical, vigila a su mujer, de quien sospecha. Guiado por este “por favor insertar”, el lector puede orientarse bastante rápido en un texto en primera persona del cual, sin embargo, el “yo”, como toda otra referencia pronominal, está totalmente ausente. El estudio de los pronombres narrativos aún queda por hacer: al respecto, el éxito del “usted” narrativo en La modificación de Michel Butor incitó a varios críticos a examinar las condiciones de empleo de los “yo”, los “él”, etc. en la ficción narrativa reciente, para tratar de establecer una clasificación de los puntos de vista. Esta cuestión relativamente nueva en Francia, se trata desde hace algún tiempo en el extranjero, sobre todo en Estados Unidos, en todo estudio serio sobre la novela; es sorprendente constatar hasta qué punto la crítica literaria francesa ha despreciado este problema. (La crítica cinematográfica, en cambio, se concentra principalmente en el punto de vista, los ángulos de “toma”, los “travellings”, etc.).
El modo narrativo –que podríamos llamar el “yo-nada”[2]- de La celosía no constituye sino uno de los sistemas de convención (como descripción, vocabulario, imágenes, empleo de los diálogos, etc.) aplicables al rigor del estudio de la novela. Sin embargo es preferible forjar un sistema especialmente adaptado a la obra que se quiere examinar. Así, en La celosía es la estructura lo que domina sobre toda otra consideración. La dificultad reside en el hecho de que este concepto de estructura prolifera  en cierto modo con la lectura e invade otros dominios de los cuales se revela inseparable: la intriga y su “cronología”, la sucesión de escenas, las repeticiones y variantes, el empleo de temas formales, el rol de los objetos, etc.
Hecho paradójico para esta novela completamente anti cronológica, un resumen “lineal” de la intriga es lo que mejor permite penetrar en los meandros de su estructura. Pero no olvidemos que este método de acercamiento no se propone de ninguna manera restablecer la cronología de la intriga y no se justifica más que como medio para estudiar una técnica novelesca nueva. Es un trabajo de laboratorio, de ningún modo una explicación de la novela.
Muy lejos de tratarse de un fenómeno aislado en la literatura moderna, la nueva concepción del tiempo en Robbe-Grillet se sitúa en una perspectiva cuyo origen se remonta a las fuentes mismas de la literatura narrativa (ver Homero y las vueltas atrás[3] en los relatos de Ulises). El lector deseoso de hacerse una idea global sobre la representación del tiempo en los escritores del siglo XX podrá remitirse a Tiempo y novela de Jean Pouillon o al artículo de Jean Onimus sobre “la expresión del tiempo en la novela contemporánea”[4].
Para el autor de La celosía no se trata ni de hacer incursiones en el pasado (Proust), ni del andamiaje de una duración múltiple (Gide, Dos Passos, Sartre), ni de encabalgar varias intrigas de cronología ambigua (Faulkner), ni de componer las interpretaciones de un pasado lejano con el presente (Huxley, Graham Green), ni de elaborar un tiempo engañoso para alcanzar un desenlace-sorpresa, una inversión del tiempo, etc. (novelas policiales), ni de mezclar el presente y el pasado por el procedimiento cinematográfico del “flashback”.
Si hiciera falta precisar de qué se trata, podría decirse, de un modo un poco simplificador, que se trata de crear, tan objetivamente como sea posible, el “contenido mental” de un narrador celoso: lo que ve, lo que oye, lo que toca, lo que imagina este hombre en el curso de un período bastante breve (algunos días, cuanto más algunas semanas) durante el cual vive, sufre, observa, recuerda los acontecimientos para nutrir con ellos una “experiencia” que constituye la novela misma. Resulta de ello una forma de una gran flexibilidad en la repetición de las escenas, el desarrollo de los episodios y de ciertas descripciones de objetos, forma análoga de aquella que determina la presentación de los temas en una obra musical. Pero, como todas las analogías, esta corre el riesgo de falsear la naturaleza de una obra hecha no de sonidos ordenados por ritmos y traducidos por armonías, sino de palabras y de oraciones cargadas de reminiscencias psicológicas y de todos los significados que el uso les ha conferido. Hay que precisar, además, que esta libertad de forma aparece sobre todo en la cronología “externa” de la novela. La cronología “interna”, como se verá, sigue rigurosamente la progresión psicológica.
La composición de La celosía está pues regida por la visión de un hombre, de un celosos que progresa en el tiempo, es decir vive los episodios, pero también los reexamina, los compara, los interroga y sobre todo los modifica, los cambia al gusto de su imaginación. Existe ciertamente un movimiento lineal en la cronología, desde las sospechas que nacen al principio hasta el apaciguamiento final, luego del aparente fracaso de la aventura entre la mujer y el amante; pero está contrariado incesantemente, sembrado de repeticiones, cortado por anticipaciones, atajos, retrocesos, y parece detenerse en la cuarta parte de las nueve que conforman la novela. A partir de entonces, ningún hecho nuevo, excepto la ausencia de la mujer, intervendrá en el desarrollo de la intriga. Sin embargo, recién en la séptima parte del libro la crisis alcanzará su paroxismo, luego de sorprendentes y brillantes variaciones sobre los materiales ya introducidos. Las dos últimas partes constituyen un diminuendo y una coda de una virtud y una belleza excepcionales.
Se pueden distinguir también, de manera general, dos niveles de acción: el de las escenas que se desenvuelven más o menos al mismo tiempo que el narrador nos las presenta (sin que se pueda decir verdaderamente que forman un continuum cronológico) y aquel de las escenas a las cuales se remite con la imaginación, que recuerda o inventa, según los principios que examinaremos más tarde.
Por lo tanto, lo que puede parecer caos en el orden textual de las escenas es, en realidad, un todo artístico de rara coherencia. En consecuencia, extraer de este conjunto una intriga lineal no equivale a ponerlo en orden, sino más bien a forjar una herramienta experimental que al final será abandonada. Para restablecer la sucesión cronológica de los hechos, hay que tratar de corregir la imagen que de ellos nos da la visión deformante del marido, por lo tanto dejar de solidarizarnos a cada instante con este hombre con quien nos confundimos durante la lectura al punto de sentir nosotros mismos esa emoción que altera nuestras percepciones y nuestros pensamientos, nos encierra en un círculo de imágenes obsesivas en el cual perdemos la noción del tiempo cronológico. Debemos, en suma, curarnos de estos celos que hemos contraído.
¿Qué intriga lineal se puede, pues, desprender, tomadas todas las precauciones, en La celosía? –novela definida por su autor, en una dedicatoria compuesta para el coleccionista M. Artine Artinian, como “un relato sin intriga”, en el cual no hay más que “minutos sin días, ventanas sin vidrios, una casa sin misterio, una pasión sin nadie”.

La acción se sitúa en una plantación tropical de bananos en cualquier país de habla francesa, tal vez las Antillas, aunque el paisaje descripto evoca más bien el África. Nos encontramos –nadie podría dudarlo después de algunas páginas de lectura- en el espíritu, en el propio campo de percepciones sensoriales de un narrador o pseudo-narrador que, desde la primera oración del relato hace gala de un interés minucioso por todo cuanto lo rodea: la forma cuadrada de la casa, la terraza y las pilastras que hacen de reloj solar, la organización geométrica de los bananeros, los más pequeños detalles del mundo que lo rodea. Este hombre, en el centro del relato, que jamás se nombra -¿acaso se nombra uno en su propio pensamiento?- observa con más atención aún a su esposa A. (¿Esta inicial sola es una “abreviatura psicológica” o un efecto de la timidez del narrador?) Pero cuando A vuelve la cabeza hacia este último, el texto se aleja de ella inmediatamente para enfocar un sector de la plantación, una balaustrada de la terraza o cualquier otro objeto, como si la mirada de su marido no osara enfrentarla.
Desde el comienzo del relato, la inquietud del narrador, en cuanto a las acciones de su mujer, es sensible en el modo como la controla mientras que ella escribe una carta en su habitación, lee en la terraza una novela que le ha prestado Frank, un agricultor vecino, o hace recoger el cubierto previsto para Christiane, la esposa de Frank que está enferma. A parece escuchar atentamente a Frank cuyas maneras inquietan al marido y aparentemente impresionan a la joven mujer.
Nacen conversaciones: Frank habla de averías de camión, de la calidad de los choferes indígenas, dialoga con A sobre la novela que ha comenzado a leer; y el narrador creer descubrir en los comentarios que hacen al respecto alusiones a un marido celoso, a un amante agresivo, a una mujer complaciente, a toda una historia que tiene a África por decorado, cuyo paralelismo con su propia historia le proveerá en varias oportunidades los elementos de desagradables especulaciones.
Estas conversaciones se llevan a cabo en la terraza a la hora del aperitivo, luego después de cenar. A ha dispuesto los sillones de manera que se encuentra cerca de Frank mientras que su marido, un poco apartado, no puede verlos sin volver la cabeza, gesto que sólo osa hacer más tarde, cuando es de noche cerrada. Gritos de animales que se desplazan en la oscuridad refuerzan la atmósfera tensa de los trópicos, densa de fuerzas ocultas.
Brutalidad, energía, sexualidad implícitas se expresan en una escena capital que, aunque no esté situada en el tiempo con exactitud, es tal vez anterior, según algunos indicios, a la introducción de la novela africana. Durante una cena, un ciempiés aparece sobre la pared frente a A. Es Frank quien se levanta para aplastarlo, primero sobre la pared, luego contra el zócalo. Los sobreentendidos eróticos de este acto se manifiestan en A por reacciones y gestos de apariencia ligera pero claramente sexual: respiración acelerada, mano crispada sobre el cuchillo. Fuera de esta escena, por lo demás, A no deja adivinar la menor turbación, lo cual acentúa aún más la importancia del choque sentido en ese momento. La mancha que el ciempiés ha dejado sobre la pared constituye entonces la marca que señala el comienzo de la atracción sexual entre Frank y A, y la escena de la eliminación del miriópodo se asocia con la imagen de eventuales relaciones físicas entre ellos.
El episodio del balde de hielo deja pensar al narrador, o más bien al lector que desde hace tiempo se ha asimilado a él, que A y Frank se ponen de acuerdo sobre cierto proyecto común. Los tres están en la terraza consumiendo bebidas que A ha ido a buscar. Pero ni ella ni el sirviente -¿porque ella se lo ha ordenado?- han traído hielo a pesar de hacerlo habitualmente. Las observaciones de A acerca de este olvido obligan al marido a alejarse para remediarlo. Al pasar por el escritorio, observa a A y a Frank por entre las celosías: están inmóviles pero tal vez se hablan en voz baja. En la antesala, el sirviente está preparando el hielo para llevarlo; no consigue explicar sin confusión lo que A le había dicho al respecto. A su regreso, el marido ve, pero sólo la primera vez que retorna esta escena a su memoria, una hoja azul que asoma del bolsillo de Frank -¿una carta de A?- y que este último trata de disimular.
Su proyecto se precisa cuando Frank, quien se queja una vez más por frecuentes averías de camión, declara su intención de descender en auto hasta la costa, para averiguar en la ciudad sobre la compra de un vehículo nuevo. A propone inmediatamente acompañarlo; dice que necesita hacer compras. Frank explica que su esposa Christiane no podrá ir con ellos a causa del niño y de su mala salud. En todo caso, estarán de regreso por la noche si parten temprano. Todo parece normal, y sin embargo cada vez que el narrador rememora esta escena, ésta se hace más ambigua, a la medida del crecimiento de sus sospechas.
Entonces parte A, hacia las seis de la mañana, con Frank, en el auto azul de éste. Sigue la larga jornada que pasa el marido en la casa vacía. Son las partes VI y VII de la novela, durante las cuales la crisis de celos del protagonista alcanza su paroxismo. Obsesionado por las imágenes de su mujer, ronda por la casa de ambiente en ambiente. En su escritorio, una foto de A le recuerda inmediatamente ciertas posturas de esta última sentada en la terraza, cerca de Frank. Le vuelven a la memoria escenas mezcladas, alteradas, dramatizadas: la carta que A escribe en su habitación, el episodio del hielo, los comentarios sobre la novela africana, el proyecto, la muerte del ciempiés. La envergadura insoportable de esta escena se confirma en los esfuerzos que hace para borrar la mancha dejada por el animal sobre la pared, al principio mediante una goma, luego una hojita de afeitar; operación que inmediatamente se confunde en su espíritu con la raspadura que A efectuara sobre un papel en otra oportunidad en su habitación. Esta pieza es sometida a una búsqueda sistemática, hasta en los cajones de la cómoda y del escritorio. La imagen del almanaque de correos colgado encima de este escritorio engendra en él confusiones para-criminales en las que mezcla, como hará nuevamente más tarde, el motivo de un navío amarrado al muelle –tema relacionado con el temor de una fuga de A- con el de algo que flota en el agua como una persona ahogada. A continuación, volviendo a esa alucinación, reconocerá la figura de un hombre que, igual que Frank, lleva un sombrero colonial.
A pesar de la presencia de elementos ostensiblemente posteriores a esta jornada de espera, es posible ubicar en ese momento, al menos psicológicamente, la apoteosis de la escena de eliminación del ciempiés. Ha llegado la noche y, puesto que A no ha regresado, el marido se sienta en la terraza, escucha el ruido de los camiones que pasan a lo lejos, observa los movimientos elipsoidales de los insectos alrededor de una lámpara de aceite que silba. El ir y venir de sus pensamientos, expresado por las vueltas de los bichos, suscita imágenes de A y Frank a la mesa o sentados en la terraza. El movimiento se acelera casi mecánicamente: se siente que el narrador activa el esfuerzo de su memoria para alcanzar un punto extremo de tensión. La escena del ciempiés se le aparece de nuevo, pero esta vez ve a Frank aplastar al miriópodo sobre la pared de una habitación de hotel, luego volver hacia A que lo aguarda en un lecho cubierto por una mosquitera remendada, la mano crispada sobre la sábana blanca. Una sucesión de oraciones ambiguas ritmadas conduce al narrador a la visión mitad erótica, mitad mortuoria de un accidente automovilístico durante el cual A y Frank son devorados por altas llamas que crepitan igual que el ciempiés sobre la pared, que el cepillo en la cabellera de A. Esta escena imaginaria de un flagrante delito seguido de muerte constituye el punto culminante de la novela, su cima psicológica.
¿Qué hace el marido después de estas visiones angustiantes? ¿Pasa la noche sobre el lecho mismo de A sobre el cual imagina a la joven esposa extendida en una postura erótica? Un texto alusivo permite suponerlo todo.
Al día siguiente, A sigue sin regresar. El marido desayuna en la terraza cuando llega un sirviente de la plantación de Frank, que ya se había presentado antes, tal vez enviado por Christiane para observar el comportamiento de Frank en casa de A; pretende informarse: su patrona está “molesta” porque Frank no haya vuelto. A la hora del almuerzo, por fin, el narrador ve a través de los vidrios deformantes de la ventana del comedor, el auto de Frank detenerse en el patio. A desciende de él, sosteniendo en la mano un paquetito y nada más. A pesar de la vivacidad con la que el marido se desplaza, no alcanza a descubrir si A ha besado a Frank antes de volverse hacia la casa; su actitud, en todo caso, induce a creerlo. Frank, que parece estar apurado por regresar a su casa, agrega algunos detalles a las explicaciones de A respecto de las razones de su retraso: un desperfecto de automóvil los obligó a pasar la noche en un hotel de la ciudad. Frank parece incómodo, A hace bromas; él hace alusiones ambiguas a su falta de habilidad como “mal mecánico” -¿acaso ha desilusionado a A?- Desde ahora, su comportamiento cambia: siempre tendrá apuro por regresar a su casa y ya no vendrá a cenar más que raramente.
El tono se modifica, aparece un apaciguamiento progresivo, con el cual contribuyen escenas que tal vez se sitúan (en el desenvolvimiento “real” de la acción) antes del viaje: A regresando después de haber visitado a Christiane, más o menos inmóvil en su habitación u otros lugares. La crisis con sus visiones de violencia se ha desanudado. El flujo y reflujo de recuerdos se hacen menos rápidos, se filtran variantes que cuestionan el sentido de las imágenes, para mayor confusión del narrador cuya incertidumbre afecta ahora todos los recuerdos de escenas anteriores e incluso llega a alterar el concepto que tenía de la novela africana: termina destruyendo mentalmente el volumen en un pasaje en el cual todos los términos se contradicen.
Pero se siente que es verdaderamente la presencia de la esposa lo que lo reconforta. Los fantasmas concernientes a su huida desaparecen. Tal vez ya no haya ningún peligro por el lado de Frank. La noche tropical puede ahora tragarse a la casa y a sus habitantes.

¿Cuándo ve o imagina el narrador estas escenas? Es imposible, y al mismo tiempo contrario a las intenciones del novelista, establecer su horario. De acuerdo con una lógica muy estricta, estaríamos inclinados a pensar -¿acaso no hay, desde el principio de la novela, frecuentes alusiones a acontecimientos ulteriores?- que todo el relato se desarrolla en la memoria del narrador después de que termina la historia, cuando se esfuerza por ver claro dentro de sí mismo. Pero esta interpretación no da cuenta en lo más mínimo de lo esencial, es decir, de esta sensación de instantaneidad que se desprende de la mayoría de las escenas. Evidentemente, no se trata de una cronología exacta, sino de la restitución de un tiempo interior. El narrador vive y revive en el mismo momento una duración doble. Elementos pasados y elementos presentes, “reales”, se confunden para él en una duración fuera del tiempo. La cronología de la novela presenta por lo tanto nuevas dimensiones. El tiempo lineal se ha dislocado para integrarse a ese nuevo continuum en el que se altera, se dilata, se contrae en un proceso en el cual cada elemento continúa viviendo, evolucionando, reaccionando sobre el conjunto. Examinemos los procedimientos por los cuales Robbe-Grillet ha logrado dar gran coherencia artística a escenas que parecen derivar en zonas literarias nuevas. Precisemos ante todo que tales procedimientos revelan una psicología implícita expresada por correlaciones objetivas[5].
A las tensiones psicológicas que ligan los elementos estructurales de la novela corresponden tensiones que se podrían llamar cronológicas. En efecto, son las repeticiones y las variantes de las escenas importantes, así como pequeñas diferencias en la relación del tiempo exterior, lo que constituye los soportes o correlatos de las variaciones psicológicas, incluso oposiciones a estas últimas, como en los recuerdos de escena casi idénticos, a los que se mezclan constataciones sobre el número de ejemplares cortados en una parcela trapezoidal del bananal, frente a la casa: la primera vez que aparece la parcela “algunos ejemplares ya han sido cortados”; lo mismo ocurre la segunda vez; y todo parece proseguirse normalmente, si no fuera porque las escenas intercaladas se hallan bruscamente desplazadas en el tiempo, cuando se lee de pronto que “todos los bananos han sido cosechados” en esa parcela. Sin embargo, en el recuerdo siguiente, cuando el lector, habiendo progresado en la lectura de la novela, ha adquirido un cierto sentimiento de duración, nos enteramos de que “ningún árbol” ha sido cosechado todavía en la parcela, contradicción absoluta que subsiste aún al final de la novela: “aunque la cosecha no haya comenzado aún en ese sector”. Estas diferencias se oponen tanto más al reconocimiento de una cronología por cuanto en ningún momento se precisa de qué cosecha se trata, para un fruto cuyo rebrote es tan rápido.
Del mismo modo, los cambios de posición de los obreros durante el curso del “baile” que efectúan al reparar un puente sobre el arroyo, al fondo del valle, jalonan la acción con su sucesión ambigua y muchas veces contradictoria. Sobre el segundo plano que constituye la progresión más o menos lineal de tales maniobras se desarrollan escenas extraídas de otros períodos de tiempo; y sin embargo la última aparición de los obreros nos los muestra de nuevo sobre el puente, listos para comenzar su tarea. Para reforzar aún más la tensión “psico-cronológica” así producida, un tema fijo se injerta aquí y allá sobre el del puente: un indígena se mantiene de rodillas, en la misma postura del personaje del almanaque colgado en la pared de la habitación de A, mirando el agua como si buscara algo; tema vagamente inquietante por su relación con la posibilidad de ahogarse, que refleja sin duda un deseo inexpresable del narrador.
Las propias marcas de este sistema de variaciones del tiempo forman, en su encabalgamiento, una red cronológica móvil. Así es como aparecen las referencias a la página a la que ha llegado A durante su lectura de la novela africana, a la presencia o ausencia de la mancha dejada por el ciempiés sobre la pared, etc. Algunos indicios temporales ayudan a veces a distinguir el orden de las escenas consecutivas: Frank que parte apurado después del regreso del viaje deja un vaso en el que ya no hay trazas de hielo; pero algunas líneas más lejos leemos: “En el fondo del vaso que ha dejado […] termina de fundirse un pedacito de hielo, redondeado de un lado […]”. Evidentemente se trata, en esta última frase, de una regresión hacia una escena anterior. Términos siempre sospechosos como “luego”, “ahora”, “desde entonces”, “todavía”, “en ese momento”, y sobre todo los “pero” distribuidos entre los paracronismos del relato de un modo absolutamente no lineal, dan al ritmo aparentemente normal de las oraciones “contra movimientos” de una periodicidad muy compleja. Cuando a se agrega a todo esto el papel de las escenas imaginadas, retrospectivas o futuras, se vuelve a subrayar la casi imposibilidad en la que nos encontramos de esclarecer completamente pensamientos, observaciones, acciones y emociones promovidos las más de las veces al rango de visiones psíquicas.
Para explicar la aparente incoherencia de la estructura de La celosía, varios críticos han creído detectar un paralelo entre la composición del relato y la descripción, en su interior, de un canto idígena. Recordemos los elementos del canto llamado “del segundo chofer”:
[…] Es difícil determinar si el canto se vio interrumpido por una causa fortuita […] o bien si llegaba así a su fin natural.
Del mismo modo, cuando recomienza, es igualmente súbito, igualmente abrupto, sobre notas que no parecen en modo alguno comenzar ni retomar.
En otros momentos, al contrario, algo parece terminarse; todo lo indica así: una caída progresiva, la calma, el sentimiento de que ya no queda nada por decir; pero después de la nota que debía ser la última viene una más, sin la menor solución de continuidad […] luego otra, y otras siguen, y el auditor se siente transportado al corazón del poema… cuando ahí se detiene todo sin previo aviso.

Pero un paralelo de esta naturaleza hace correr el riesgo de destruir la unidad de La celosía, y constituye en realidad un contrasentido en cuanto al verdadero significado del canto. Este canto confuso es ambiguo solo porque no conocemos sus reglas. Del mismo modo, la sucesión de las escenas en el espíritu del narrador es ambigua solo superficialmente; si él mismo no se da cuenta de la necesidad que relaciona las escenas a las que se somete, obedece sin embargo, al acogerlas en tal o tal orden, a reglas psicológicas implícitas, pero claras. Puede decirse que en la superficie todo ocurre como si reinara en el relato una incoherencia semejante a la presumida en el canto indígena; pero extraer de ello la conclusión de una psicología “que ha explotado”, de una serie de acciones sin motivaciones, de una cronología engañosa, o del deseo de ir aún más lejos que otros novelistas como Huxley, Joyce, Faulkner, etc en el trastrocamiento del tiempo, sería un grave error.
Aproximadamente todas las correcciones que hay que hacer a las críticas serias de la obra de Robbe-Grillet apuntan a dos errores fundamentales. Uno es esta idea errónea de estructuras literarias fragmentadas, sin causalidad, que el propio novelista intentaría acreditar creando falsas pistas como la del canto indígena de La celosía ; el otro, la deshumanización de la novela a la que tendería el autor. Hemos visto el peligro que presenta una posible confusión entre esta apariencia de acausalidad puesta al servicio de fines artísticos y una acausalidad real, admitiendo que esta última pudiera existir; no es menos real en cuanto a la pretendida deshumanización robbe-grilleteana.
El propio Robbe-Grillet ha rechazado varias veces y categóricamente la idea demasiado extendida según la cual desearía despersonalizar la novela. Poniendo aparte toda cuestión de psicología, la función, en su arte, de las descripciones visuales que los críticos acostumbran citar como prueba de su frialdad fundamental es la de introducir en el centro del relato un ojo humano que, lejos de excluir al hombre del universo, “le da en realidad el primer lugar, el del observador”[6]. Robbe-Grillet rechaza aún más enérgicamente la acusación de deshumanización en el artículo “Nature, humanisme, tragédie” (“Naturaleza, humanismo, tragedia”), en el que habla justamente, aunque sin nombrar la novela, de los procedimientos de La celosía :
¿Cómo […] una novela que pone en escena a un hombre y de página en página sigue de cerca cada uno de sus pasos, describiendo sólo lo que él hace, lo que él ve o lo que él imagina, podría recibir la acusación de darle la espalda a ese hombre? (Nouvelle Revue Française, octubre 1958, p.583).

La confusión que permite la subsistencia de este malentendido se debe, en primer lugar, al desconocimiento de las teorías de Robbe-Grillet sobre la neutralidad de los objetos en el mundo y, luego, a la atracción que ejerce sobre algunos espíritus modernos la misma idea de acausalidad. Tal malentendido atañe sobre todo a las discusiones erigidas acerca del posible rol de los símbolos en Robbe-Grillet. Esta noción de símbolo, tan desgastada en nuestros días que, queriendo expresarlo todo, ya no expresa nada, constituye en efecto una suerte de bestia negra para Robbe-Grillet. Pero los críticos no comprenden que, habiendo denunciado todo simbolismo, se sirva, según ellos, de un simbolismo personal muy desarrollado: figuras en forma de ocho en El mirón, ciempiés en La celosía, etc. La contradicción desaparece cuando se examinan de cerca los procedimientos literarios del escritor. En efecto, si rechaza todo significado inherente a los objetos y todo simbolismo místico en sus correspondencias ocultas, los llena sin embargo de un contenido emotivo, aun psicológico, que analiza de manera precisa:
[El hombre] ve [las cosas] pero rechaza apropiárselas […]. No experimenta, en relación con ellas, ni acuerdo ni disentimiento de ningún tipo. Puede […] hacer de ellas el soporte de sus pasiones, tanto como de su vista. (Nouvelle Revue Française, octubre de 1958, p.583).

Tal como trato de demostrarlo en cada obra de Robbe-Grillet estudiada en este volumen, en la relación objetos-sentimientos establecida por los personajes de este autor es donde hay que buscar las razones de su aparente rechazo de la psicología, que de hecho no es más que el rechazo del análisis psicológico. Crear, en lugar de analizar, la psicología de los personajes: he aquí lo esencial del arte robbegrilletiana. Aparece como bastante irónico, al fin de cuentas, que dándole la espalda al arte moribunda del análisis, tal como se practica sobre el cuerpo aletargado de la novela psicológica tradicional, el autor se vea acusado de frialdad, de inhumanidad, de preferencia por el estilo de redacción de los catálogos de manufacturas o de actos catastrales.
El rechazo de la psicología en literatura, esta reacción contra la corriente Stendhal-Balzac-Proust, no data de ayer y está bien lejos todavía de haber alcanzado su término. Se reconoce la influencia de las novelas americanas llamadas “behavioristas” sobre el “antipsicologismo” de un Sartre o de un Camus. Resulta inútil trazar toda la historia del fenómeno e inventariar las formas mixtas en cuyo interior se asocia una escritura objetiva con monólogos interiores para confundir los puntos de vista y la cronología. Esta heterogeneidad de algunas novelas modernas, a la cual ha venido a agregarse la influencia de Kafka, ha alimentado el gusto del público por una literatura completamente irracional, ubicada bajo el signo de una pseudo-metafísica acausal. Según los aduladores de la acausalidad –a quienes tal vez les gustaría apropiarse de un autor como Robbe-Grillet cuyas obras parecen prestarse a sus teorías- , el pretendido significado del mundo se dispersa en fragmentos cuyas relaciones no constituyen más que coincidencias, combinaciones inmotivadas o puras yuxtaposiciones. La simplicidad antigua de la “anti-causalidad” de un David Hume, rigurosa y sorprendente a la vez como una paradoja de Zenón, ha mudado poco a poco hacia una complejidad de pensamientos muy moderna. Se encuentran muchos ecos de estas teorías en los defensores de Robbe-Grillet. Sin embargo, las relaciones de los objetos con los personajes, en este autor, no se clasifican ni como categoría de las yuxtaposiciones desprovistas de significado, ni como la del simbolismo concordante o incluso el simbolismo “ininterpretable” de Auerbach. Los objetos de Robbe-Grillet, aunque desprovistos de todas las relaciones místicas con el alma del hombre y reubicados en un universo neutro, se vuelven, según los términos del propio autor, los soportes de las pasiones de los personajes, los correlativos, si se quiere, que estos últimos necesitan para sentir, incluso para existir: estructuras sensoriales audio-visuales que despliegan los personajes y se cargan, al penetrar en su campo de visión o su conciencia, de un potencial psíquico engendrado por su modo de vida y la situación en la cual se hallan. El arte de Robbe-Grillet no es pues ni un arte incoherente ni un arte deshumanizada. En ella no se encuentran ni objetos totalmente desprovistos de significados humanos, ni series de coincidencias (u “ordenamientos inmotivados”) yuxtapuestas en un universo literario sin causalidad.

Cuando se estudia atentamente el conjunto de las escenas de La celosía, se constata que todas ellas obedecen a principios muy rigurosos de “enlace”. Es posible recordar los diferentes tipos de “enlaces de escenas” señalados en el arte dramático del siglo XVII por críticos como el abate de Aubignac: enlace de vista, por intermedio de un personaje ya sea presente, o que busca a otro a punto de salir o que ya salió; a veces también por intermedio del ruido que hace oir el que entra, etc. Este sistema manifestaba una necesidad de continuidad y de coherencia tan característica del siglo clásico como el gusto por la acausalidad –al menos para algunos- es característico del nuestro. Por lo demás, les toca a los psicólogos determinar algún día las bases psíquicas de la unidad artística, la cual acepta todas las formas, incluida aquella pretendida forma de “combinaciones inmotivadas”.
En La celosía, el sistema general de enlace de escenas tiene por eje el espacio visual del narrador. Esta constatación evidente no nos hace adelantar en nuestra comprensión de las estructuras de la novela. Importa sobre todo, en efecto, buscar las razones secretas de esas transformaciones del espacio visual, a través de las cuales el lector toma conciencia desde el principio de la cualidad psicológica intrínseca de este procedimiento. El mejor ejemplo de ello es aquel, tantas veces citado, de la nueva dirección que toma la mirada del narrador cuando la joven mujer, a quien este último está observando, levanta los ojos hacia él: movimiento que siempre da lugar a un rápido cambio de decorado visual:
Los bucles negros de su cabello se desplazan con movimiento suave sobre los hombros y la espalda, cuando vuelve la cabeza.
El grueso parante de la balaustrada casi no tiene ya pintura encima. Aparece el gris de la madera […] (p.10-11).

Se podrían multiplicar los ejemplos, sobre todo cuando el narrador, ocupado en vigilar a A que permanece en su habitación, se ve obligado a desviar los ojos cada vez que la joven mujer parece mirar ella misma por las celosías de una ventana.
Ese apartar la mirada, provocado por los movimientos de cabeza de A, abren a veces en la continuidad del relato un paréntesis sin relación con la duración exacta de la acción, un agujero en el tiempo, donde todo transcurre con la velocidad del sueño, del recuerdo, o de la imaginación. En el ejemplo citado, A acaba de entrar en su habitación. Se vuelve hacia la puerta para cerrarla; luego mueve la cabeza en la dirección del narrador que enseguida desvía los ojos y, durante las siguientes páginas del relato, se dedica a definir la orientación de la casa en relación con el decorado. Pero cuando dirige nuevamente los ojos hacia la habitación de A, ve a su esposa todavía junto a la puerta, en una posición que se inscribe exactamente entre aquella, ya antigua en el texto, en la que la mirada la había dejado y el movimiento que ahora la conduce algunos pasos hacia adelante para entretenerse delante de su cómoda.
En el interior de escenas aparentemente unidas por la visión del narrador, a menudo intervienen los términos, ya citados en parte, que tienen por función la de introducir, disfrazándolas al mismo tiempo, sutiles transiciones no lineales en el tiempo o el espacio. Los “ahora”, “por otra parte”, etc., producen casi siempre desplazamientos temporales, pero las marcas espaciales mismas, como los “a la izquierda”, “cerca”, “a la misma distancia pero en una dirección perpendicular”, remiten al lector no sólo a otro sector del espacio, sino también a otro período de tiempo. Estos términos y frases dan exactamente cuenta de los trastornos interiores provocados dentro del narrador por sus alteraciones psicológicas. Señalemos un detalle interesante para el estudio de la técnica de la novela: todos los cambios de escena están esbozados al principio del párrafo, a excepción tal vez de ese “fundido encadenado”[7] en el que la mirada del marido pasa de una terraza de café a la foto de A, luego a la terraza real de la casa (p.126).
Más allá de los enlaces especiales y los desplazamientos del campo visual, también conviene buscar los principios que gobiernan los movimientos en el tiempo, esos retrocesos, esos ciclos que parecen imbricados al mismo tiempo en el presente y sobre el futuro. Para comprender lo que podríamos llamar enlaces temporales, es necesario introducirse en el ser del narrador, ya que son aún más dependientes de su personalidad que el juego de su mirada o de sus gestos sobre la terraza, en el pasillo, detrás de las celosías de su escritorio, en la habitación de su esposa, etc.
Se trata menos de encontrar en la personalidad del narrador una clave de la novela, que de dejarse llevar por el texto a fin de asumir esta personalidad, de aceptar visiones y actos como provenientes de nosotros mismos. Es concebible que algunos estén realmente impedidos, por su condicionamiento psíquico, de “sucumbir” al funcionamiento de una novela como La celosía: aquellos que, acostumbrados a la lectura de novelas analíticas, siempre piden al autor que les explique, en términos claros de psicología diaria, qué son los personajes, rechazarán tal vez “sufrir” la experiencia del marido celoso. No cesarán de reclamar explicaciones, comentarios, aclaraciones. Para ellos, la novela sólo “funcionará” en una medida muy débil o no funcionará en medida alguna.
La prueba reside en lo absurdo de las reservas hechas a menudo acerca del narrador de La celosía: se le ha negado toda verosimilitud; se le reprocha sobre todo la minucia de sus recuentos de bananeros -¿no es lógico, sin embargo, que este hombre hipertenso preste a su dominio la misma atención exagerada de la que hace prueba para otras cosas?-; se ve en él más una suerte de monstruo que un personaje, y se reprocha a su creador no dejarlo ni actuar ni participar en su propia historia; se argumenta que jamás aparece, que jamás toma la palabra y que, si al fin se decidiera a hacerlo, su discurso se parecería mucho al del “monstruo proteiforme” que Beckett sube a escena en El innombrable.
Ahora bien, nada es más inexacto que pretender que ese narrador celoso “no se declara jamás”: todo el libro constituye una declaración. Este hombre habla pero sin citarse nunca -¿no es así como a menudo se presentan nuestras propias palabras cuando recordamos algún acontecimiento del que hemos participado?- Habla varias veces y todo deja suponer que su discurso, perfectamente convencional, no se parece en nada al caos verbal beckettiano. He aquí el narrador “hablando” a su mujer a la mesa:
Para asegurarse más todavía, basta con preguntarle si no encuentra que el cocinero sala demasiado la sopa.
“Pero no, responde ella, hay que comer sal para no transpirar” (p.24)

Durante el episodio del hielo, el narrador interroga al sirviente, leemos:
A la pregunta poco precisa concerniente al momento en el que recibió esta orden, [el sirviente] responde “Recién”, lo que no provee ninguna indicación satisfactoria (p.50).

Cuando A regresa de su viaje con Frank, “pregunta sobre lo acontecido en la plantación”; la respuesta del narrador es traspuesta a modo de un discurso indirecto libre: “por lo demás no hay nada nuevo”. El mismo procedimiento es empleado para las preguntas que hace luego:
Ella misma, interrogada sobre las novedades que trae, se limita a cuatro o cinco informaciones […] (p.95).

Sin dudas muestra él gran reticencia a manifestar cuanto le concierne personalmente, tanto sus palabras como sus acciones, digamos más bien su “inacción” frente a las sospechas que lo asaltan. Pero lejos de comportarse como un monstruo sostenido con una correa, obedece muy probablemente a una timidez innata que incita a diagnosticar en él una impotencia sexual psíquica acompañada del temor de que su esposa lo abandone. Sólo este esquema psicológico parece poder dar cuenta exactamente de su complejo. Timidez e impotencia psíquica; temor de la agresividad de un Frank que quizás podría hasta triunfar sobre una posible frigidez de A relacionada con el problema del marido; temor constante de una huida de la joven mujer; hiperestesia de la mirada: disecado así, el narrador presenta un caso clásico de trastornos psico-sexuales y se vuelve un tipo humano por exceso de “verosimilitud”.
Pero armados ya, por seguir los encadenamientos de escena, de esta “hipótesis de trabajo” que hemos fabricado “psicoanalizando” de alguna manera al narrador, podemos abordar de nuevo el problema de las estructuras. Aunque sea el sentido de la vista el que domina en La celosía –el autor, por lo demás, ha hablado mucho acerca de la primacía de lo “visual” en el universo novelesco que preconiza-, es necesario señalar ciertos enlaces efectuados por la intermediación de sonidos que dan lugar a acercamientos, correspondencias y transformaciones. Algunos buenos ejemplos serían el silbido de la lámpara de petróleo, el ronroneo de los camiones sobre la ruta mientras el narrador aguarda a A y, en lo más hondo de su crisis, esa asociación característica que hace entre el sonido del cepillo en la cabellera de A, el ruidito débil emitido por los apéndices bucales del ciempiés y el crepitar de las llamas imaginadas por él, en las cuales se hundirían A y Frank.
Podría interpretarse una de esas transiciones “auditivas” del modo siguiente: al principio, el narrador se remite al período anterior a la partida de A con Frank, cuando su mujer aún leía la novela africana –lo que ya representa, por otra parte, una regresión en relación con la escena precedente, claramente posterior al regreso de ese viaje. He aquí el pasaje:
Busca el lugar donde la lectura fue interrumpida por la llegada de Frank, en el primer cuarto de la historia más o menos. Pero, habiendo encontrado la página, coloca el volumen abierto al revés, sobre sus rodillas, y permanece sin hacer nada, la espalda apoyada hacia atrás sobre el respaldo de cuero.
Del otro lado de la casa, se oye un camión que desciende la ruta principal, hacia el fondo del valle, la planicie y el puerto –donde el navío está amarrado a lo largo del muelle.
La terraza está vacía, toda la casa también […]
No es el ruido de un camión lo que se oye, sino el de una conducción interior, descendiendo el camino desde la ruta principal hacia la casa.
En el batiente izquierdo, abierto, de la primera ventana del comedor, en el centro del cristal del medio, la imagen reflejada del auto azul que acaba de detenerse en medio de la entrada. A […] y Frank bajan al mismo tiempo […] (p.202-203).

La actitud inicial de A en este pasaje refleja la misma independencia teñida de impaciencia y de un toque de bovarismo que se refleja en muchas escenas anteriores, y tal vez incluso posteriores al proyecto de viaje con Frank. ¿No desea ella evadirse? El ruido del camión refuerza aún más aquel temor de una huida de A que el narrador se representa entonces a través del puerto –hacia donde se dirige el camión-, luego el barco que hace escala en ese puerto (alusión a la imagen del almanaque). Del fantasma de la huida, el marido pasa al periodo de ausencia “real” de su esposa (toda la casa está vacía). Luego, el ruido dominante que vincula estos planos lo conduce a la escena del regreso de Frank y de A, escena a la cual regresa constantemente para tratar de descubrir los elementos que confirmarían o desmentirían sus sospechas.
Nada más humano, si no lógico, que esta progresión fluida en el tiempo. Contrariamente a la opinión de ciertos críticos, Robbe-Grillet no busca en absoluto, en tales pasajes, enredar el tiempo sino, más bien, podría decirse, desenredarlo, en el sentido de que trata de expresar hasta la más pequeña posibilidad de relaciones emotivas relacionadas con el tiempo. Volver, en su intimidad, sobre los mínimos detalles de una experiencia vital, reubicar tales elementos en todos los contextos posibles, examinarlos bajo todos los ángulos, hacerlos revivir de múltiples maneras, agrandarlos con hechos imaginarios, o reducirlos a simples esquemas, son procedimientos que pueden esperarse de un celoso. Todo, en este libro muchas veces mal comprendido, resulta perfectamente verosímil.
El arte del enlace de escenas en La celosía no alcanza en ningún otro lado desarrollos más sutiles que en la quinta parte (pp.99-122) en la que se retoman y refuerzan los temas de la novela, previendo las grandes escenas de la ausencia de A y la crisis de celos del narrador. Esta quinta parte comienza con el canto “indígena” del segundo chofer, que constituiría una abreviación de la estructura de la novela y esquematizaría la forma de interpelación de las escenas por venir. Luego A, en su habitación, escribe una carta (comienzo de la historia); parece pensativa, dubitativa delante de las pocas líneas ya trazadas; vuelve la cabeza hacia la ventana; el marido lleva inmediatamente los ojos hacia los obreros que trabajan en el puente (indicación móvil en el tiempo), luego los vuelve hacia A que escribe. Ella se levanta y va hasta la ventana, obligando por segunda vez al marido a volver los ojos para fijarlos, más allá del puente, sobre la parcela de bananal en forma de trapecio, cuya cantidad de ejemplares varía cada vez, como lo hemos señalado, a fin de liberar del desenvolvimiento “literal” del tiempo un momento dado de la acción. Colocado a menos distancia, el narrador descubre ahora que los indígenas, ellos, miran hacia la casa; “osa” hacer lo mismo y ve que A tiene la carta delante de ella. Entonces interviene en el texto de esta quinta parte, la primera transición anti-cronológica que podría parecer arbitraria o desconcertante: nos enteramos de pronto (p.105) de que Frank está sentado en su sillón sobre la terraza, y que A ha ido a buscar las bebidas.
Somos devueltos, en efecto, al episodio del hielo, esta vez bajo la forma de un resumen, salvo por lo que respecta a la aparición en el bolsillo de Frank (al regreso del narrador que ha ido a buscar el hielo) de una carta escrita sobre ese mismo papel celeste que utilizaba A en su habitación. Este nuevo detalle hace progresar en el presente –pero un presente “psicológico”- una escena ya vivida. Evidentemente, el marido se explica ahora, reexaminándola en su memoria, una etapa de las relaciones entre A y Frank, en la cual descubre indicios cada vez más claros de traición. Recién entonces se formula preguntas indirectas que son otros tantos “aditivos” a la primera versión de esta escena en la parte II: ¿por qué el sirviente no había traído el hielo? –“¿Le habría dicho ella, pues, que no lo trajera? Es la primera vez, de todos modos, que no se habría hecho comprender…”-. Así pues, toda esta escena que se retoma debe entenderse como una respuesta a la pregunta que el marido se formula viendo, en su memoria, a A escribir una carta: ¿cuándo ha podido ella entregar esta carta a Frank?
Recién ahora, en el interior mismo de esta escena enteramente revivida por la memoria del narrador, A se pone a mirarlo. Éste no puede evitar llevar nuevamente sus ojos hacia el puente: la disposición de los hombres y de las maderas ha cambiado –en esta parte, todas las visiones del narrador tienen por contrapartida exterior las maniobras en torno al puente. Una vez más, la mirada del narrador es conducida hacia la casa por la del obrero; pero encadenamos sobre la escena de la brusca partida de Frank, al regreso de su viaje con A. Dejando su vaso vacío, incluso sin hielo, parte excusándose por ser “tan mal mecánico” (término cuyo sentido erótico se desarrollará más tarde en la mente del narrador). Pero de inmediato leemos que en el fondo del vaso que Frank acaba de dejar, aún queda un pedacito de hielo de  una forma precisa. Es el regreso a la otra escena, al episodio del hielo del que data, para el marido, la connivencia entre A y Frank.
Una fuerza psicológica comienza entonces a falsear la reconstrucción de las escenas entre A y Frank, que opera el marido en su memoria, como si proyectara los episodios sobre una pantalla interior cuyas imágenes nos restituiría el texto. Frank y A, en los sillones, “intercambiaron sus lugares”; elementos como los pilares del puente, se han movido, transformados. Por asociación con la palabra “mecánico”, sin duda, vuelven a pasar acciones antiguas, pero mecanizadas: el sirviente camina con paso “mecánico”; los gestos de Frank (visto ahora a la mesa) se vuelven “desmedidos”, con “deformaciones rítmicas”. Todos estos breves recuerdos nos conducen a una nueva versión de la escena del aplastamiento del ciempiés. Con un paso cada vez más sobresaltado, el sirviente sale del comedor “moviendo brazos y piernas en cadencia” como “una mecánica reglada groseramente” (p.112).
Aunque esta repetición de la escena del aplastamiento del ciempiés contenga, como todas las veces, nuevos detalles, es siempre la carta lo que constituye el elemento principal. Frank trata de hacerla entrar “con movimiento mecánico” en su bolsillo, del que persiste en salir; finalmente, después de otras manipulaciones, es “doblada en ocho” y está cubierta incluso “de una escritura fina y apretada”.
El tormento del marido da lugar a una verdadera strette[8] de transiciones cronológicas. Del bolsillo de Frank, visto sentado a la mesa por la noche en ocasión del aplastamiento del miriópodo, el narrador pasa (p.114) a la manga de camisa caqui de este último, a la jarra situada al fondo, a las lámparas apagadas, y desemboca en pleno día, puesto que ahora se trata de un almuerzo y Frank está hablando de su vehículo, que es naturalmente “llevado a la ventana” del comedor por la conversación; pero cuando el narrador lo mira, ve a Frank al volante, A que desciende, y mezcla entonces dos escenas  que tienen en común este vehículo del que baja A con un pequeño paquete, al regreso de su viaje con Frank, del que desciende sola al regreso de una visita que le ha hecho a Christiane –para ver a Frank?-.
Enseguida llega un torbellino de imágenes retrospectivas de la joven mujer: A escuchando el canto indígena; contemplándose, aburrida o impaciente, en su espejo; peinándose; hundiendo en su cabello sus dedos “afilados” (término erótico, asociado también al ciempiés, generador en la p.120 de una visión claramente erótica, pero imaginaria, de A sobre su lecho); escribiendo la carta –esta carta que, de un extremo al otro de la quinta parte, hace de hilo conductor de todas las reminiscencias del marido, hasta la última escena de la desaparición de A en un sector del dormitorio invisible desde el exterior, escena que ilustra la obsesión de una posible fuga de la joven esposa, íntimamente ligada al complejo de celos del marido.
Es evidente, pues, que de manera general, la tensión psicológica tácita del narrador es lo que constituye el principio de base de todos los enlaces de escena de la novela. Sobre el plano de la técnica novelesca, hemos distinguido transiciones que van de la simple asociación de ideas (por ejemplo, el vestido de A le recuerda al narrador una conversación que la concierne) a las combinaciones más sutiles: enlaces más o menos reversibles en el tiempo, fundados en la vista, el oído, los desplazamientos del narrador, o bien en los adverbios de tiempo ambiguos, etc. Se podría agregar las asociaciones de frases (“sin suerte”, “saber tomarla”, “para todo hace falta un comienzo”, “mal mecánico”, etc.), de objetos o de dibujos, como las rayas del pasillo con las ondulaciones del río, y de objetos o lugares ligados a una escena, como la ventana del comedor que conduce a la escena del regreso de A en el auto de Frank.
En la composición de estos enlaces, a menudo encontramos un párrafo compartido entre dos escenas. Por ejemplo, Frank y A hablan de su proyecto de viaje (p.81), luego de la novela africana (p.82-83), objeto de diversas especulaciones acerca de su eventual desenlace. La frase “beben a pequeños sorbos” (forma de beber muy irritante, se diría, para el marido que ve en ello una lentitud cómplice) se repite varias veces. El pasaje continúa así:
Beben a pequeños sorbos. En los tres vasos, los trozos de hielo han desaparecido completamente ahora. Frank examina lo que queda de líquido dorado, al fondo del suyo. Lo inclina de un lado, luego de otro, entretenido en despegar las burbujitas adheridas a las paredes.
“Sin embargo, dice, había comenzado muy bien”. Se vuelve hacia A para tomarla por testigo: “Habíamos partido a la hora prevista y circulamos sin accidentes. Apenas eran las diez cuando llegamos a la ciudad” (p.83-84)

El primer párrafo de esta cita podría asociarse con la escena del proyecto o de la conversación acerca de la novela, o incluso con aquella, muy posterior, del regreso del viaje, a la que el narrador pasa directamente por un simple cambio de tiempo.
La desorientación es aún mayor cuando en el curso de las diversas operaciones emprendidas por el marido para borrar toda traza del ciempiés, ayudado por una goma, una hojita de afeitar, luego de nuevo por una goma, la pared se transforma de pronto en la hoja de papel azul notado en la mesa de trabajo de A en un momento en el que esta última llevaba a cabo una actividad “dudosa”, como borrar una palabra de la presumible carta a Frank. La ambigüedad del texto se extiende a dos o tres párrafos mixtos. He aquí algunas etapas:
El trazo delgado […] se va en seguida. La parte del cuerpo más grande […] curvada como un signo de interrogación […] no tarda en borrarse también, totalmente. Pero la cabeza y los primeros anillos necesitan un trabajo más intenso […] La dura goma que pasa y vuelve a pasar en el mismo punto, ya no cambia gran cosa.
Se impone una operación complementaria: raspar, muy ligeramente, con la punta de una hojita de afeitar […] Una nueva limpieza con la goma termina la obra con facilidad.
El trazo sospechoso desapareció completamente. En su lugar ya sólo subsiste una zona más clara, de bordes desdibujados, sin depresión sensible, que puede pasar por un defecto insignificante de la superficie, en última instancia.
El papel se ha adelgazado, sin embargo: se ha vuelto más traslúcido, desigual, un poco sedoso. La misma hojita de afeitar, arqueada entre dos dedos para presentar el medio de su filo, sirve todavía para cortar al ras las barbas levantadas por la goma. Lo plano de una uña por fin alisa las últimas asperezas.
A plena luz, una inspección atenta de la hoja azul pálido revela que dos cortas fracciones de un trazo vertical, correspondientes sin duda a trazos muy apretados de escritura han resistido a todo  […] (p.130-132)

Y el pasaje continúa del mismo modo fluido: la goma conduce al escritorio del narrador, donde la foto de A tomada en una terraza desencadena una visión de la joven mujer y de su cabellera, que conduce a la escena donde ella ejecuta, delante de su mesa de trabajo, movimientos que el narrador asimila a un zurcido de medias, a limarse las uñas, al trazado de un dibujo a lápiz o, más probablemente, a borrar un término “mal elegido” sobre una carta. El marido, por otra parte, no deja de prestarle un contenido erótico a este movimiento al que adorna de “convulsiones” que terminan incluso en un “último espasmo mucho más abajo”. Todo se presenta ante él bajo el doble signo del erotismo y de los celos.
En toda la historia de la literatura novelesca, La celosía es sin duda la obra que contiene más repeticiones de escenas, o de elementos de escenas. Pero Robbe-Grillet las ha dispuesto con un arte tan grande que jamás pierden su poder. Evolucionan, se transforman, se enriquecen o disminuyen al ritmo de necesidades interiores del narrador. Sin estas repeticiones, la novela no podría existir: en ellas y por ellas la obra encuentra su tempo y su forma.
Repeticiones de escenas aparentemente anodinas: A sentada en su sillón con su libro, pero soñando ya, tal vez, infidelidad, partida; A cepillándose el cabello (¡se sabe qué fetiche erótico representa la cabellera!); A paseándose por la habitación, que poco a poco se volverá un lugar sagrado, etc. Repeticiones, con variantes, de elementos del decorado: el puente de troncos, el sector del bananal en forma de trapecio, la sombra de las pilastras sobre la terraza. El narrador necesita reexaminar, revolver, modificar todo lo que pertenece a las escenas importantes.
Se ha visto ya, en las metamorfosis sufridas por la carta y las escenas vinculadas con ella (quinta parte), la manera como los objetos asociados a los celos del marido se modifican en cada una de sus reapariciones: la novela africana, el almanaque de correos, etc.
Pero es en el ciempiés donde el interés se concentra.
Primeramente, en tanto mancha, el dibujo dejado sobre la pared por el bicho aplastado entra en el muy sutil juego, comparable si se quiere al del test de Rorschach, de las otras manchas en las cuales el marido parece encontrar los soportes de sus sentimientos. Está la mancha de aceite dejada por un auto, tal vez el de Frank, la mancha rojo oscuro –que podría ser de sangre- bajo la ventana de A, las manchas de pintura sobre la balaustrada que A quiere hacer repintar, la mancha sobre el mantel, en el lugar de Frank, e incluso la mancha que hace la imagen de la retina de A, proyectada sobre la casa y el cielo por el narrador que ha observado demasiado tiempo a la joven mujer a la brillante luz de la lámpara de petróleo. Siempre se trata de una mancha que quitar, pues representa para el marido aquella, detestable, de la infidelidad; de ahí las escenas con la goma ya analizadas, la absorción de la mancha de aceite por un defecto del vidrio, etc. Pero el narrador no consigue borrar ni las manchas ni el pensamiento de la traición de su esposa, como tampoco suprimir la huella del ciempiés ni escapar a la escena de su aplastamiento que constituye el nudo mismo de su complejo, la imagen de relaciones sexuales posibles entre Frank y su mujer.
La sucesión de escenas concernientes al ciempiés progresa según un orden que ilustra de manera muy convincente el principio del empleo de la cronología en el desarrollo psicológico de un episodio sin referencia fija en el tiempo “real”. Cuando aparece por primera vez es
una mancha negruzca [que] marca la ubicación del ciempiés aplastado la semana pasada, a principios de mes, el mes pasado, tal vez, o más tarde (p.27).

Por lo tanto la localización de esta mancha en el tiempo se revela, desde el principio, imprecisa, fluida. Enseguida interviene una notación poco perceptible acerca de la pintura clara del muro del comedor, que “todavía lleva la huella del ciempiés aplastado” –solo la palabra “todavía” deja sentir alguna turbación. La vez siguiente, la mancha es orientada en relación con A, sentada a la mesa. En el párrafo que viene después, aparece la primera descripción detallada de la mancha, pero la hora ha cambiado ya: es de día, ahora, y la mesa no está puesta todavía. Con esta descripción detallada comienza la transferencia de la mancha, su metamorfosis en una suerte de equivalente concreto de la emoción del marido. Ocultas por la precisión “objetual” del estilo, hacen su aparición las palabras cargadas de matices psíquicos: “duda”, “origen”, “restos más tenues”; pronto se dibuja la forma general de la mancha, que corresponde a un signo de pregunta. Pero evidentemente aún no son más que toques preparatorios muy sutiles.
Recién cuando la mancha es establecida y descripta, pasamos a la primera versión de la escena del aplastamiento del ciempiés. La acción se sitúa, esta primera vez, durante la escena en que Frank y A mencionan, por primara vez también, su proyecto de viaje en común a la costa. Nada prueba, por supuesto, que las dos escenas sean simultáneas en el desarrollo real del tiempo. Parece más probable que el aplastamiento sea anterior al proyecto de viaje. En todo caso, es este proyecto lo que trae el relato del aplastamiento: una versión bastante calma, objetiva, de la escena, pero que anuncia los desarrollos futuros. Se nota, ante todo, el comienzo de las manifestaciones eróticas en A: la boca entreabierta y temblorosa, la respiración acelerada, la mano de afilados dedos crispada sobre el mango del cuchillo, la mirada fija sobre el signo de interrogación que ensucia la pared. Sin embargo, el ciempiés nos es presentado como un bicho de “talla mediana” y nada, o casi nada, en la conducta de Frank –quien se levanta, luego de haber mirado a A, para aplastar al animal- permite suponer que Frank descargue en este acto una agresividad sexual, si no fuera por el hecho mismo de ser él y no el marido (¿acaso este último no sufre un complejo de inferioridad típico del celoso?), quien juega el papel de macho protector aplastando la bestia que atemoriza a la mujer –Pero, ¿ella solo se asusta?
Los lazos entre el ciempiés y las posibles relaciones entre Frank y A se estrechan a partir de la primera versión de la escena del regreso de A, cuando ésta da explicaciones sobre los sucesos acaecidos en la ciudad:
A quiere ensayar aun algunas palabras. Sin embargo no describe la habitación donde ha pasado la noche, sujeto poco interesante, dice ella volviendo la cabeza: todo el mundo conoce este hotel, su falta de confort y sus mosquiteros zurcidos.
En ese momento percibe al miriópodo, sobre la pared desnuda frente a ella. Con voz contenida, como para no asustar a la bestia, dice:
“¡Un ciempiés!”
Frank levanta los ojos [… etc.] (pp.96-97).

Cuando A realiza estas pocas aclaraciones, destacadas en el primer párrafo, durante una cena en la cual está sola con su marido, podemos juzgar la violencia, en cierto sentido refleja, con la cual esta simple alusión al hotel y a sus mosquiteros reenvía al narrador a la escena anterior del ciempiés. Pero esta vez, cuando Frank aplasta al bicho con su servilleta, la mano de A se crispa sobre “el mantel blanco” y la frase “vuelve a sentarse” aparece en el texto.
Enseguida la escena continúa con el recuerdo de acciones “mecánicas”, ya estudiadas; un breve resumen de un párrafo, concerniente al aplastamiento mismo, es seguido por un desarrollo a propósito de la mano crispada de A, crispada esta vez sobre la “tela blanca”, que se pliega en surcos profundos a lo largo de los cuales somos conducidos nosotros al lugar del cubierto de Frank; allí, otra mancha se alarga en dirección a la mano de este último, que sube hacia el bolsillo de la camisa para tratar de hundir ahí la carta, objeto principal de las preocupaciones del marido en esta parte del relato (estamos en la sección V).
Más lejos, el marido se afana en hacer coincidir con un defecto del vidrio la mancha negra dejada sobre el suelo del patio por el aceite del motor. Esta tentativa de escamoteo nos regresa a la mancha dejada en la pared por el ciempiés, luego a la presencia misma de la bestia. Prosigue entonces una muerte sin ejecutor. La acción habitual se desenvuelve, pero sin la intervención de nadie:
[…] el bicho cae sobre la baldosa, torciéndose aún a medias y crispando por etapas sus largas patas, mientras que las mandíbulas se abren y se cierran a toda velocidad alrededor de la boca, en el vacío, en un temblor reflejo.
Diez segundos más tarde, todo no es más que un caldo rojo, en el que se mezclan restos de articulaciones, irreconocibles.
Pero sobre el muro desnudo, por el contrario, la imagen del miriópodo aplastado se distingue perfectamente […] (pp.128-129).

Es así como, habiendo quitado a Frank de la escena, el marido se ocupa de borrar la huella de la escolopendra mediante una serie de maniobras, ya comentadas precedentemente en este volumen; este esfuerzo no lo conduce, por otra parte, más que a una visión persistente de A escribiendo la carta sospechosa. El lazo entre la mancha sobre el mantel delante de Frank y la del ciempiés vuelve a indicarse más tarde, cuando regresa el tema de la duda, con algunos “tal vez”, “casi”, “nada fácil de localizar con certeza”, etc. Se establece una relación entre el ciempiés y el cangrejo servido en la cena que el narrador toma solo durante la ausencia de A; relación que se extiende al sonido emitido por los apéndices bucales de los dos animales, ese chasquido que se volverá el del peine sobre la cabellera de A.
El tema del ciempiés es llevado a su punto culminante en la gran escena que forma el centro de la parte VII y, puede decirse, de la novela misma. Solo en la casa vacía donde espera el regreso de A, el protagonista sufre sucesivamente todas las etapas de un caso clásico de trastornos psíquicos, alucinaciones, obsesiones, transferencia a la realidad de fantasmas engendrados por una imaginación febril. Libera sus celos en una visión que contiene y expresa a la vez su complejo de inferioridad, su temor a la agresividad, su certeza rechazada de que la esposa lo engaña con un amante dotado de la brutalidad de un macho, que sin duda desea inconscientemente poseer. Después de haberse “dicho” bajo la forma de varias oraciones en discurso indirecto, que A “debería haber regresado hace tiempo”, después de haber deambulado por la casa vacía, esperado sobre la terraza a la luz de una lámpara de petróleo –en medio de un revolotear de insectos que constituye, como ya se ha visto, un soporte visible de la agitación de sus sentimientos-, después de haber contemplado mórbidamente el almanaque sobre la pared de la habitación de su esposa, y descargado sobre un personaje de la imagen su odio hacia Frank y su deseo de aniquilarlo, el narrador ingresa en el comedor.
Allí, una vez más, encuentra al ciempiés. Ya no el de “talla mediana”, aproximadamente largo como el dedo, de la primera versión de la escena, sino un animal
gigantesco: uno de los más grandes que puedan encontrarse bajo estos climas. Sus antenas alargadas, sus patas inmensas distribuidas alrededor del cuerpo, cubre casi la superficie de un plato […] (p.163)

El marido ha llegado ahora al punto extremo de su conmoción; he aquí la visión que tiene del ciempiés y del flagrante delito de los amantes:
Frank, sin decir palabra, se levanta, toma su servilleta; la enrosca, mientras se acerca con pasos afelpados, aplasta la bestia contra la pared. Luego, con el pie, aplasta la bestia sobre el piso de la habitación.
Enseguida se vuelve hacia la cama y deja de paso la toalla sobre el soporte metálico cerca del lavatorio.
La mano de falanges afiladas se ha crispado sobre la sábana blanca. Los cinco dedos separados se han vuelto a cerrar sobre sí mismos con tanta fuerza que arrastraron la tela con ellos; ésta permanece plegada en cinco haces de surcos convergentes […] Pero el mosquitero recae alrededor de la cama, interponiendo el velo opaco de sus mallas incontables […] (pp.165-166).

Si esta visión parece sobrepasar el cuadro de las correspondencias objetivas, o aquel del soporte exterior de los sentimientos, es sin dudas porque corresponde, o casi, a esta histeria psico-patológica que transforma un recuerdo en una pesadilla de sospechas y de temores, reprimidos primero, luego proyectados sobre el mundo real.
Del temor a la realidad, hace falta que el celoso pase a la agresividad. Si es un tímido congénito, un rechazado que sufre incluso de  impotencia psíquica, tal como parece serlo el narrador de La celosía,  se contentará, a pesar de su odio, con acciones imaginarias, visiones pasivas, apenas conscientes aun de su sentido, o del verdadero fin al que tienden.
Es principalmente por esto que los críticos, que acusaron al autor de no haber autorizado al marido a participar en su propia historia, no vieron el significado del texto. Veamos por ejemplo las palabras ambiguas bajo las cuales el marido se representa el comportamiento amoroso de Frank con A:
En su apuro por llegar al final, Frank acelera la marcha todavía más. Los saltos se vuelven más violentos. Sin embargo continúa acelerando (p.166).

Estos términos abstractos se aplican en primer lugar al comportamiento imaginario de los amantes, por analogía con la oración precedente que se refiere a la cama del hotel; en segundo lugar a las circunstancias, imaginarias también, de su destrucción, por analogía esta vez con la oración siguiente, ante la cual aquellos se concretan en cierto modo:
No vio, de noche, el pozo que corta la mitad del camino. El vehículo da un salto, un vuelco […] Sobre esta calzada defectuosa el conductor no puede enderezar a tiempo. El interior azul se estampa sobre el costado contra un árbol de follaje rígido, que apenas tiembla por el choque a pesar de su violencia.
Enseguida surgen llamas. Toda la vegetación se ilumina en el crepitar del incendio que se propaga. Es el ruido que hace el ciempiés, de nuevo inmóvil en el centro mismo de la pared.
Al escuchar mejor, el ruido tiene tanto de soplo como de crepitar: el cepillo desciende ahora por la cabellera deshecha […] (pp.166-167).

Ahora que “la acción interior” del marido ha alcanzado su punto culminante de desarrollo, el ritmo de las imágenes recae. Pronto el narrador se libra a una pesquisa metódica de los cajones y efectos personales de A: una de las raras acciones reales que se permite este hombre obsesionado por el temor de una huida eventual de su esposa, a quien teme ante todo provocar con reproches o una acción directa. Pesquisa sin resultado, por otra parte, puesto que no encuentra la prueba que busca sobre la infidelidad de A. Poco importa, una presunción de infidelidad constituye base suficiente para los celos del narrador.
El texto contiene una última referencia a la mancha dejada por el ciempiés: mucho más “tarde”, cuando se produce el apaciguamiento, el marido evoca por última vez el recuerdo de A sentada a la mesa, con “la mirada detenida sobre los restos oscuros del ciempiés aplastado, que marcan la pintura desnuda delante de ella”. La mancha entra en el sistema de puntos de referencia, como la sombra de la pilastra, la tala de bananeros, los maderos del puente. Culmina aquí la extraordinaria expansión psicológica dada a este episodio por desarrollos poderosos a través de dimensiones novelescas nuevas.
¿La celosía representa en la historia de la novela moderna una etapa, un modelo, un fracaso o una obra maestra? Todas las conjeturas están permitidas. Lo más importante es que este libro conduce a alguna parte, ya sea al autor mismo, en sus futuras novelas, ya sea a otros novelistas de hoy y de mañana. ¿A qué continuaciones imprevistas, a qué clases de metamorfosis novelescas darán vida las estructuras sutiles y encabalgadas de La celosía? Es esto una obra maestra: al mismo tiempo un final y un comienzo.











[1] Capítulo IV del estudio de Bruce MORRISSETTE (1963) Les romans de Robbe-Grillet (Las novelas de Robbe-Grillet). Paris: Les Éditions de minuit. Traducido por Lía Mallol de Albarracín para la cátedra de Literatura Francesa de la FFyL – UNCuyo, marzo de 2013.
[2] Designando como “yo-nada” el modo narrativo de La celosía entiendo no solamente referirme a la  ausencia de todo empleo de pronombre en primera persona, sino también subrayar todo lo que tal procedimiento implica de fenomenológico y existencial. Según las ideas de Sartre expresadas en El Ser y la Nada, la conciencia solo existe como resultado de un proceso de anonadamiento en relación con los objetos o los acontecimientos. Sartre escribe: “El para-sí no tiene más realidad que ser el anonadamiento del ser, su única calificación proviene de ser el anonadamiento del en-sí individual”. He aquí la clara explicación que da R.-M. Albérès sobre este pasaje (ver Retrato  de nuestro héroe, p.156): “El fenomenólogo, al estudiar la ontología a partir de las estructuras de conciencia, sólo reconoce en el mundo Ser-en-sí y Ser-para-sí, es decir cosa y conciencia. La ley de la conciencia (ser-para-sí) es el no ser lo que es y el ser lo que no es, ya que la conciencia es siempre conciencia de algo. La conciencia humana no puede ser sino este anonadamiento que llama al mundo a la existencia”. No sabríamos hallar mejor demostración de este existencialismo de la nada al cual reenvía, implícitamente, la técnica del “yo suprimido” de La celosía, ni mejor sustento para la teoría robbegrilletiana de los objetos-soporte, de las objetivaciones mentales o de los correlativos exteriores. El hecho de que la justificación de esta teoría se encuentre reforzada por su parecido psicológico (como lo muestra La celosía) subraya la extrema riqueza de sus procedimientos, los cuales comienzan a expandirse en la novela contemporánea (en Claude Ollier, Jean Ricardou y otros).
[3]  Actualmente hablamos de “analepsis”. N de la T.
[4]  “L’expression du temps dans le roman contemporain” (La expresión del tiempo en la novela contemporánea), en: Revue de Littérature Comparée, juillet-septembre 1954.
[5]  Una declaración de Robbe-Grillet, aparecida en Les Nouvelles littéraires del 22 de enero de 1959, me obliga a agregar una palabra más acerca de la tentativa de restablecer la cronología, que he intentado hacer en este estudio sobre La celosía. El novelista declara, en efecto, que “Querer reconstruir […] la cronología de La celosía es imposible, imposible porque yo lo he querido así”. De modo que no tengo ningún deseo de buscar en la obra de Robbe-Grillet lo que no está y creo haber insistido suficientemente sobre la cualidad atemporal de la sucesión de las escenas. Pero no es menos cierto que el autor de La celosía obedeció, al escribir esta novela, a “un plan rigurosamente premeditado”, según sus propias palabras, y que tal plan posee ciertamente una orientación cronológica bastante cercana de la que he relevado en mi estudio. También hay, y lo señalo cada vez que aparecen en la sucesión de las escenas, paréntesis cronológicos, tales como esa visión paroxística de la muerte del ciempiés que el narrador parece tener en ausencia de su mujer, pero que ya contiene sin embargo ciertos elementos de la explicación brindada por A a su regreso. En este sentido, es absolutamente cierto que no se podría restablecer una cronología lineal de la novela, contrariamente a lo que ocurre con algunas obras de Huxley o de Green, en las cuales las trasposiciones temporales no se superponen jamás. En cambio, parece imposible comprender bien la estructura de La celosía sin situar las grandes etapas de la intriga: la carta, el episodio del hielo, el proyecto de viaje, el viaje mismo, el regreso, la conducta ulterior de Frank, etc. El genio del autor consiste en transfigurar todo eso a través de una destemporalización que crea, a partir de esta historia casi banal, una forma novelesca totalmente nueva. Decir, por otra parte, que el autor “lo ha querido así” se aplica principalmente a la suma estética que constituye esta obra, sobre la que regresaremos después de todo análisis como el intentado aquí. ¡No creo, pues, ni haberme propuesto un objetivo imposible de alcanzar, ni haber develado secretos prohibidos!
[6]  “Cinéma et roman” (Cine y novela), nº 36-38 de la Revue des lettres modernes, été 1958, p.130.
[7] Término cinematográfico referido a un efecto de transición que se puede usar para separar una escena de otra: la última imagen del plano se va disolviendo mientras, en sobreimpresión, se va afianzando la primera imagen del plano siguiente.
También se habla de "transición gradual". (N.de la T.)

[8] Concepto musical relacionado con la fuga y el contrapunto. (N.de la T.)